Entrando por la puerta de la iglesia sentirás algo que no has experimentado en otro lugar que hayas estado. Siendo así, dobla rodillas porque estás delante de la presencia del Señor. `He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo.
Apocalipsis 3: 20
Un ateo muy famoso, André Frossard, era muy conocido en los círculos literarios de París.
Fue secretario del partido comunista y enemigo declarado de la Iglesia. El mismo escribió: “Éramos ateos perfectos, de ésos que ni se preguntan por su ateísmo.
El ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema”. Dios le salió al paso, como a san Pablo, inesperadamente.
Un día entró a una capilla en busca de un amigo. De repente, experimentó la dulce presencia de Dios.
La ternura del Padre. Su amor inmenso. Fue como un abrazo en el que Dios le revelaba su existencia y su amor.
Frossard salió de aquella capilla, convertido, renovado y feliz. “Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar h asta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable”.
Recogió sus experiencias de aquella tarde, en un libro que se convirtió en un best-seller, titulado: “Dios existe. Yo me lo encontré”.
Catecismo de la iglesia -facebook
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