Cada 3 julio la Iglesia Católica celebra la fiesta de Santo Tomás Apóstol, el sencillo pescador de Galilea a quien Jesús llamó a ser su discípulo. Quizá su incredulidad inicial, acaecida frente a los testimonios que hablaban de la Resurrección del Señor, ha quedado subrayada en exceso, un poco en detrimento de su posterior acto de fe cuando reconoció la divinidad de Jesús con firmeza y claridad. A él debemos, precisamente, aquellas hermosas palabras tomadas del Evangelio y que repetimos en cada misa, de rodillas, frente a Dios Eucaristía: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28) -reconocimiento de la presencia real de Cristo en el altar-.
Extraído de aciprensa
Salmo 116, 1. 2
R/. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.
Alabad al Señor todas las naciones,
aclamadlo todos los pueblos. R/.
Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre. R/.
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
San Juan 20, 24-29
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
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